Hay manchas
en el cuerpo que no salen con agua y jabón. Hay suciedad en el alma que no
salen con un “lo siento”. Hay porquería acumulada por años de prejuicios, de
estupidez, de errores no reconocidos que tiene que ser enfrentada para poder
ser superada.
Hay mugre,
tantas capas acumuladas que ya no se puede ver, y la gente anda por la vida con
sus costras de suciedad como si fueran ángeles inmaculados recién salidos de la
lavandería.
Dejarse
remojar en la tina con burbujitas de jabón, o marcharse a un retiro espiritual
a seguir las instrucciones de limpieza de alguien de quien no se sabe cuál es
su grado de suciedad, seguir atentamente las recomendaciones del gurú de moda,
devorar libros de auto ayuda que sólo ayudan a quien los escribe. No. Nada de
eso sirve, si no se comienza por el darse cuenta respecto de las manchas que
cada uno lleva consigo.
Las manchas
tienen nombre, pero no son de una religión determinada sino de cada persona.
Todos llevan las suyas, desde aquella vez en el colegio que se le deseo mal al
compañerito que nos dio un empujón hasta el momento en el que uno se examina a
sí mismo y dictamina que está libre de toda culpa.
Limpiarse
obliga también a cambiar conductas, dejar de repetir formas de pensar que nos
llevan de modo inevitable a ir acumulando de nuevo barro sobre una piel que,
sin ser perfecta, podría ir mucho más en armonía con los demás porque siempre
el que está más liviano de equipaje puede servir de apoyo al que ya se va
doblando con la carga de su mochila, con verdadera simpatía, con afecto y la
total ausencia de egos o de segundas intenciones.
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